viernes, 8 de junio de 2018

Mi memoria histórica



Hace unos días hablaba con mi padre, sentí mi edad avanzada, los años se nos van sumando,  condicionan nuestra visión, no la del futuro, sino la del pasado. Ahora puedo entender mi infancia con la mirada de mi padre. Desde la miopía de madre y en el lejano recuerdo de hija. Ahora puedo volver y recuperar su mirada, la de entonces, y retroceder a su tiempo. Siento su fuerza y su lucha cegadora por darnos un futuro inimaginable para él y para toda su generación, la de la Guerra Civil.
Niño, como tantos otros,  que sus primeros recuerdos fueron gente muerta a sus pies, asesinados por unos un día, por otros al día siguiente. Crecieron con una idea fija: que sus hijos -nosotros- no viviéramos aquello nunca más. Y decidieron empezar a correr en la dirección más alejada de aquel horror. Ese camino de paz los llevó, a una generación entera, a dejar aldeas idílicas por ciudades frías y ruidosas. No hubo tiempo de recoger lo bueno que tenía su forma de vida, aquella vida violada y arrebatada por políticos, de cualquier ideología, quedó condenada al recuerdo impreciso de una sociedad urbanita.
Nuestros padres salieron dispuestos a luchar por tener paz y que sus hijos aprendieran a leer y a escribir en otras condiciones, quisieron construir ciudadanos globales sin tener ni idea de lo que es la globalización. Se lanzaron al mundo sin pensar si ese mundo era plano o redondo.  Nos empujaron a perfeccionarnos como personas, a olvidar, a creernos los mensajes de perfecta felicidad de los medios de comunicación. Tal vez, no todo era malo en aquellos inhóspitos pueblos y aldeas sin luz,  sin agua corriente, con lo básico, pero con instinto.
El horror venía de  fuera: la muerte sin sentido, las violaciones por derecho y los abusos incesantes de la gente de letras y los gobernantes ilustrados  que prometían una ciudadanía libre y un paraíso de honor si te enfundabas en un uniforme militar o republicano. Mi familia siempre fue independiente, de todo, de todos, amantes de los árboles y del respeto a la mujer, algo nada corriente en ese momento ni en aquellos parajes, los hombres abandonaban a sus hijos, las mujeres permanecían allí, una sociedad matriarcal en el que las madres analfabetas desarrollaron un código secreto para poder sobrevivir a los bandos de la guerra- tengo palabras que me legó mi abuela-.

Los lobos marcaron  el futuro de mi familia. Mi abuelo tuvo que matar animales para sobrevivir. Cuentan las leyendas del Bierzo leonés, que hubo un lobo asesino que atacó a varias familias, mató a niños y despiezó a cientos de corderos. La gente de la comarca salió para capturarlo en varias ocasiones, sin éxito. Un día mi abuelo cogió su rifle, sin decir nada a nadie, como recuerdo solía hacer, tranquilo, solitario y con una sonrisa interior, hablaba con los animales incluso antes de sacrificarlos, nadie sabe cómo lo hizo pero al amanecer apareció con el lobo inmenso a sus espaldas y lo dejó en un descanso de nuestra casa. La heroicidad recorrió la comarca a una gran velocidad. Cuando empezó la guerra, mi abuelo salía cada mañana, antes del amanecer, al porche de nuestra cabaña, con el rifle, y se ponía a limpiarlo mientras esperaba a comandos de hombres bebidos, drogados de sangre y venganza, que elegían una casa al azar, hacían salir a los niños y hombres al patio mientras entraban y violaban a las mujeres, después disparaban a todos.  Nunca se pararon en nuestra casa. Fue la única casa de aquella aldea en la que nadie murió ni fue agredido, a pesar de tener 7 niñas preciosas de ojos esmeralda y pelo ensortijado. La familia de mi madre no tuvo tanta suerte. 
Una vez le pregunté a mi abuelo cómo había dado caza al lobo, y él me respondió: « no tuve que hacer nada, me senté en el bosque a esperar que viniera a verme». Eso era todo lo que contaba.
Yo no fui testigo de esa batalla entre humano y lobo pero sí vi muchas veces como permanecía sentado enfrente de los conejos antes de elegir a uno. Le rodeaban y parecían reconocerle, él se liaba un cigarro mientras les acariciaba, yo le esperaba en el marco de la puerta de puntillas porque odiaba la paja llena de heces de animales. Siempre tuve la sensación  que les daba las gracias por estar ahí,  mientras, cogía con delicadeza y acariciaba al reo elegido para el asado del día.

2 comentarios:

  1. Ahora entiendo lo de tus ojos. Por cierto que hace tiempo no se cruzan con los míos.

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  2. Será que me he puesto gafas nuevas: de esas de ver de cerca y de lejos, pero creo que no me funcionan demasiado bien... Ahora soy miope, astigmática y presbícica ( o como se diga). Un completito, :)

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