domingo, 7 de mayo de 2023

Madre

Los relatos duros también pueden tener un final feliz

Llevo semanas con este texto dentro de mí, es uno de esos textos que te queman por dentro y hay que sacarlos a fuera para poder continuar. Tal vez, es de los temas que más me cuesta hablar. A penas lo he comentado con una amiga con la que comparto todo de mí y nuestras familias son parecidas en hábitos y carencias.

Hasta hace muy poco me hablaba a mí misma como huérfana de madre, aunque mi madre vive. Porque yo no he tenido una madre de esas que te emocionan cuando piensas en ellas. Yo he tenido una madre que asusta, que da miedo a pesar que jamás usó la violencia física conmigo. Mi madre no me ha servido para nada de lo que sirven las madres: acariciar, abrigar, halagar, amar en general y mimar en particular. Nunca hemos compartido intimidades, y ella solo me pide cosas que necesita. Mi madre me ha cuidado, siempre, todavía lo hace, pero sin amor, con una mezcla de obligación y de aburrimiento, como aquel que hace lo que toca y bien justito. Unos meses atrás tuve una intuición ensoñada, algo que ya definiré en otro escrito, tuve la sensación de estar en la barriga de mi madre y no sentir cariño, sentí su frío, su terror de tenerme. Después de haber percibido esas sensaciones tan incómodas, me lancé a preguntarle, “mamá, ¿qué sentías cuando estabas embrazada de mí? Y mi madre respondió: una mezcla de terror y de asco. Ni siquiera intentó mentir para suavizarlo, algo que hace de forma habitual: mentir y hablar haciendo daño. Lo mejor es que a estas alturas de mi vida ya no me sorprendió y sentí un alivio por haber encontrado sentido a lo que ya intuía. La historia entre mi madre y yo empieza antes de mi nacimiento, hay otros factores complejos, que tampoco explicaré hoy por su dificultad para ser explicados.

La relación más poderosa, definidora y vinculante en el universo es la de un hijo hacia su madre

 Mi madre se reía de mí, la recuerdo haciendo burlas cuando yo tartamudeaba en las tiendas, cuando tropezaba por mis pies planos, cuando decía que debía ser hija de satanás por mi pelo rizado, “nadie en la familia tiene el pelo rizado”. Cuando me bañaba era un castigo soportar que me peinara, me estiraba el pelo hasta que me dolía la cabeza. Es algo que explica que yo jamás me peino y que he estado más de 17 años sin pisar una peluquería. Porque cuando tuve 7 años, sin decirme nada, me llevó a la peluquería y ordenó que me cortaran el pelo como un chico. Sentí tanta vergüenza que estuve llevando gorra casi un año. Una gorra horrible de mi padre que más que la típica gorra americana parecía una gorra de navegante, era azul con una pequeña visera. Aparezco en muchas fotos con ella. Ese hecho marcó mi vida, por muchas razones: porque jamás volvería a cortarme el pelo hasta los 21 años, porque dejé de hablar a mi madre durante más de tres semanas. Y cuando lo hice fue porque su padre, mi abuelo, estaba muriendo y ella parecía afectada. La miré fijamente y le dije, “¿por qué finges estar afectada si jamás te has preocupado por él?”. Mi madre me gritó y me mandó callar. Y nos miramos. Lo recuerdo perfectamente. Y ella se puso a llorar y yo aprendí que mi mejor arma serían las palabras. Con las palabras podría destrozar a las personas que me agredían físicamente. Y empecé a leer y a escribir hasta hoy.  Ella quería adiestrarme para ser una mujer de su época: saber comprar, saber gastar el dinero, saber cocinar…Pero nunca me interesaron esas acciones, me dormía en las colas de la compra, odiaba cocinar y el tipo de alimentación que mi madre imponía a la familia. Pero lo que más he odiado ha sido gastar dinero, me interesa cualquier actividad que lo produzca pero las compras me aburren. Mi madre detectó en seguida que yo no sería la hija ideal, y yo decidí convertirla en el manual de la persona que no quería ser. Y así fue.

Una relación unidireccional de los hijos hacia la madre, pero no recíproca. 

Mi madre se mofaba cuando decían que yo no me parecía a ella, que parecía extranjera, y durante años he imaginado que tal vez me habrían cambiado en el hospital, no obstante, la evidencia genética deja claro que soy su hija. El año en que cumplí los once fue otro momento determinante en la relación con mi madre: decidió que yo era suficientemente adulta para cuidarme sola y empezó a trabajar en la empresa familiar, (lo que fue un alivio en mi día a día), y me pidió que le ayudara a gestionar su dinero, yo cogí una libreta del colegio y empecé a hacer un cuadro de contabilidad infantil, sumar y restar, y mi madre sabía lo que cobraba y lo que tenía para gastar. A los pocos meses le hice un plan de ahorro y le dije que se abriera una cuenta en el banco, pero ella no se fiaba. El verano de los once años sería el último que yo pasaría de vacaciones con mi familia y me dio por querer aprender algo de utilidad: a silbar. Me pasé todo el verano probando todo tipo de silbido: con los labios apretados, con dos dedos en las comisuras de la boca, a un dedo, (este es el que me sale mejor). Mi madre odiaba que yo silbara, me pegaba en la boca constantemente para que apartara las manos de los labios. “Pareces un chico. Se te va a poner la boca como un caballo. Eres una mujercita y pareces un camionero.” A lo que yo no hacía oídos sordos. Para mi fue un verano exitoso, volví al colegio con más de tres formas de silbar aprendidas; algo que me ha sido de extrema utilidad en conciertos, excursiones por la montaña y demás situaciones extravagantes. Tengo que añadir que sigo silbando, sobre todo tarareando canciones mientras hago tareas domésticas, que, por cierto, tampoco me gustan, pero inexplicablemente me tranquilizan.

Crecí haciendo todo aquello que mi madre me decía que no hiciera. La recuerdo acercándose a mí y apretándome la mano hasta hacerme daño: “no comas comida en casa de tus tías”. Y allí llegaba yo y me ponía las botas zampando a mis anchas, porque la comida de mis tías sí que me gusta. “Los niños no hablan, pórtate bien y estate callada”, y yo empezaba hablar por los codos, sabía cómo tratar a los adultos y hacerlos reír. Con los niños de mi edad no recuerdo tener la misma gracia. O me caían mal o los ignoraba, la gente de mi edad me aburría bastante. Fíjate que ahora me sigue pasando lo mismo…Eso también lo explicaré en otro momento.

Nacemos condenados a querer a nuestras madres, pero no al revés

No soporto el tacto de mi madre porque es frío. Peor que frío, es helado. Mi madre siempre tiene frío, un frío enfermizo y yo siempre calor. Si la tocas está tan fría que es desagradable. Y yo siempre sudo. Mi madre me abrigaba en función del frío que ella sentía, y yo me moría de calor. Una vez, a los ocho años, me compró un vestido que me producía un profundo rechazo, pensaba que era el resultado de las sobras de alguna cortina de anticuario, tenía mangas largas y me puso leotardos debajo. A mi madre le gustaba ir a una modista para que nos hiciera la ropa…Y yo odio la ropa. Era el vestido para una sesión de fotos que se le ocurrió organizar, el resultado fue que mi hermano y yo parecemos los niños protagonistas de la película, “Los otros”, de Alejandro Amenábar, en unas fotos color sepia horrorosas, para colmo yo tenía un orzuelo en el ojo y me dolía. Me costaba caminar por el calor que sentía, me picaban los leotardos, me rascaba compulsivamente, me estaba ahogando en el estudio fotográfico con las luces, todo el atrezo y el maldito vestido. Cuando llegué a casa me lo quité y lo rompí. Esta vez fue mi madre la que dejó de hablarme, para mi resultó otro momento de paz. Aprendí que es de utilidad tirar las cosas que no te vas a poner, y sigo haciéndolo hoy en día. Para empezar, soy parca en comprarme ropa, tengo tejanos con los que hace más de treinta años que camino.

El verano de los once años ocurrieron más cosas, mi madre decidió que yo me hacía mayor, aunque nada en mi cuerpo diera signo alguno de desarrollo. Se empeñó en que debía llevar sujetador, “pero si no tengo tetas”, decía yo. Me compró un sujetador que yo no sabía cómo ponerme y lo escondía detrás de la cama. También, se obsesionó con la menstruación, y trató de explicar lo que yo ya sabía, estaba como en alerta y me hacía preguntas tipo, “¿te duele la barriga?” La regla tardó unos seis años en venirme y tampoco lo hizo como a ella. Mi madre ha tenido reglas de esas que invalidan y estaba sangrando diez días, a mi la regla me visitaba solo durante el curso escolar y no más de tres días. Otra cosa por la que mi madre decía, “qué no era normal, tienes que ir al médico, algo malo tienes por dentro”. Se puede ver que es una persona alejada de cualquier optimismo. De todas formas, después de diez años de oír sus insinuaciones fui al médico y me dijeron que era “normal” y que posiblemente la práctica deportiva intensa me hiciera tener menstruaciones menos regulares. Mi madre siempre creyó que yo no sería madre, que era algo como esperpéntico en la naturaleza femenina. ¡También en eso le he fallado! Afortunadamente.

La sensación de orfandad no te abandona nunca, incluso sin ser huérfano. Cuándo la has sentido se queda en tí para siempre

Mi relación con el deporte no fue voluntaria, aunque siempre he sido activa, nunca jugué con muñecas, quería correr, saltar y nadar más y mejor que mi hermano mayor. Él es un auténtico deportista nato solo le faltó una cosa, disciplina. Algo que a mi me ha sobrado, a pesar de ser menos talentosa. A la edad de nueve años, mi madre me llevó al médico diciendo que “yo no era normal”, (no os reíais que es cierto), “no dormía y decía cosas muy raras”, esos fueron sus argumentos. El médico era un psicólogo que no vio nada raro en mí, recuerdo perfectamente sus preguntas. Me iba hacer dibujar algo, pero decidió que con mis respuestas ya era suficiente, que estaba claro que era algo inquieta y curiosa, indicó a mi madre que necesitaba quemar mi energía y que me apuntara a actividades físicas. Recuerdo ese día del médico, fuimos en metro, mi madre me cogía de la mano y yo me sentía un bolso que no hacía juego con ella. Se paró en una tienda de chuches y me dijo, “si te portas bien hoy te compro lo que quieras” y yo miré lo que había y ella me preguntó, “¿qué es lo que más te gusta? Y yo respondí: “Nada, no me gustan las chuches.” Según prescripción facultativa, mi madre pensó en arreglar varios aspectos de mí con una sola acción: “apuntar a la nena a danza”. Mis primos, hermanos, amigos…todos hacían taekwondo pero mi madre creyó más conveniente para mi condición de mujer y mi torpeza motriz esa opción extraescolar. Mi madre es muy habilidosa con las manos, pinta, cose, repara cosas de precisión y paciencia. A mi me sudan las manos, soy miope, veo fatal y la paciencia no habita en mí. Además, años más tarde averigüé que soy disléxica y tengo problemas de lateralidad bastante acusados. Pero en la danza encontré un gran refugio y se convirtió en mi pasión muchos, muchos, muchos años. La danza no fue suficiente para cansarme, mi madre también me apuntó a natación, a campus de gimnasia deportiva…Y cada momento que tenía libre, le decía a mi padre, “saca a la niña a la montaña”, tal cual una mascota, pero a mi eso me encantaba, el estar con mi padre y el hacer montaña son mis dos grandes pasiones en la actualidad. Nunca he caminado con mi madre, actividad fundamental para estar dentro de mi vida. Caminar.

Las madres de los demás siempre son mejores, el falso deseo

Hace pocas semanas mi madre y yo discutimos, una discusión fuerte porque la convivencia con ella es imposible y no me gusta cómo trata a mi padre, entre otras muchas cosas. Y en un acto involuntario la cogí por los hombros, muy suave, y apoyé ambas manos en su piel mientras le hablaba directamente. Al hacerlo, me di cuenta que hacía años que no la tocaba, y descubrí una energía y fortaleza increíbles. Sentí como si fuera una montaña y una energía amiga que reconocía. Algo inamovible e invencible a la vez. Algo que soy yo, era mi propia energía, mi propia fortaleza.

Hay muchas cosas que prefiero no contar, sobre todo aquello que ha convertido a mi madre en la terrible persona que ha sido. Por momentos, estos últimos días he percibido un cambio, en ocasiones parece feliz y hasta sonríe. Y es que yo he decidido dejar de sentirme huérfana de madre e intentar lidiar con la madre que  ha hecho posible la persona que soy hoy en día, parezco fuerte e invulnerable, pero toda mi fortaleza viene de ella. No sé explicarlo mejor, pero así es. Hay que ser muy buena madre para ayudar a tu hija a ser todo lo que tú no eres, eso solo es posible con amor de madre. Un amor ilógico, inaprendible, (no se aprende en ninguna escuela), y es un proceso constructivo y vivencial a lo largo de la vida. Porque la madre quiere, aunque no sepa querer. Una madre quiere, aunque no entienda aquello que quiere. Una madre cuida, aunque no le apetezca hacerlo. Así es y así somos las madres, (y los padres cuidadores).

¡Feliz día de la madre, tengas la madre que tengas!

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