Hace unos días
hablaba con mi padre, sentí mi edad avanzada, los años se nos van sumando, condicionan nuestra visión, no la del futuro,
sino la del pasado. Ahora puedo entender mi infancia con la mirada de mi padre.
Desde la miopía de madre y en el lejano recuerdo de hija. Ahora puedo volver y
recuperar su mirada, la de entonces, y retroceder a su tiempo. Siento su fuerza y
su lucha cegadora por darnos un futuro inimaginable para él y para toda su
generación, la de la Guerra Civil.

Niño, como tantos
otros, que sus primeros recuerdos fueron
gente muerta a sus pies, asesinados por unos un día, por otros al día
siguiente. Crecieron con una idea fija: que sus hijos -nosotros- no viviéramos
aquello nunca más. Y decidieron empezar a correr en la dirección más alejada de
aquel horror. Ese camino de paz los llevó, a una generación entera, a dejar
aldeas idílicas por ciudades frías y ruidosas. No hubo tiempo de recoger lo
bueno que tenía su forma de vida, aquella vida violada y arrebatada por
políticos, de cualquier ideología, quedó condenada al recuerdo impreciso de una
sociedad urbanita.
Nuestros padres salieron
dispuestos a luchar por tener paz y que sus hijos aprendieran a leer y a
escribir en otras condiciones, quisieron construir ciudadanos globales sin
tener ni idea de lo que es la globalización. Se lanzaron al mundo sin pensar si
ese mundo era plano o redondo. Nos
empujaron a perfeccionarnos como personas, a olvidar, a creernos los mensajes
de perfecta felicidad de los medios de comunicación. Tal vez, no todo era malo
en aquellos inhóspitos pueblos y aldeas sin luz, sin agua corriente, con lo básico, pero con
instinto.
El horror venía
de fuera: la muerte sin sentido, las
violaciones por derecho y los abusos incesantes de la gente de letras y los
gobernantes ilustrados que prometían una
ciudadanía libre y un paraíso de honor si te enfundabas en un uniforme militar
o republicano. Mi familia siempre fue independiente, de todo, de todos, amantes
de los árboles y del respeto a la mujer, algo nada corriente en ese momento ni en aquellos parajes, los hombres abandonaban a sus hijos, las mujeres permanecían
allí, una sociedad matriarcal en el que las madres analfabetas desarrollaron un
código secreto para poder sobrevivir a los bandos de la guerra- tengo palabras que
me legó mi abuela-.
Los lobos marcaron
el futuro de mi familia. Mi abuelo tuvo
que matar animales para sobrevivir. Cuentan las leyendas del Bierzo leonés, que
hubo un lobo asesino que atacó a varias familias, mató a niños y despiezó a
cientos de corderos. La gente de la comarca salió para capturarlo en varias
ocasiones, sin éxito. Un día mi abuelo cogió su rifle, sin decir nada a nadie,
como recuerdo solía hacer, tranquilo, solitario y con una sonrisa interior,
hablaba con los animales incluso antes de sacrificarlos, nadie sabe cómo lo
hizo pero al amanecer apareció con el lobo inmenso a sus espaldas y lo dejó en
un descanso de nuestra casa. La heroicidad recorrió la comarca a una gran
velocidad. Cuando empezó la guerra, mi abuelo salía cada mañana, antes del
amanecer, al porche de nuestra cabaña, con el rifle, y se ponía a limpiarlo mientras
esperaba a comandos de hombres bebidos, drogados de sangre y venganza, que
elegían una casa al azar, hacían salir a los niños y hombres al patio mientras
entraban y violaban a las mujeres, después disparaban a todos. Nunca se pararon en nuestra casa. Fue la única
casa de aquella aldea en la que nadie murió ni fue agredido, a pesar de tener 7
niñas preciosas de ojos esmeralda y pelo ensortijado. La familia de mi madre no
tuvo tanta suerte.
Una vez le pregunté a mi abuelo cómo había dado caza al
lobo, y él me respondió: « no tuve que hacer nada, me senté en el bosque a
esperar que viniera a verme». Eso era todo lo que contaba.
Yo no fui testigo
de esa batalla entre humano y lobo pero sí vi muchas veces como permanecía sentado
enfrente de los conejos antes de elegir a uno. Le rodeaban y parecían
reconocerle, él se liaba un cigarro mientras les acariciaba, yo le esperaba en
el marco de la puerta de puntillas porque odiaba la paja llena de heces de animales.
Siempre tuve la sensación que les daba las gracias por estar ahí, mientras, cogía con delicadeza y acariciaba al
reo elegido para el asado del día.