martes, 7 de abril de 2020

23 días sin identidad

Después de 23 días de encierro forzoso todo se desvanece, yo también. Tengo una palabra en mi interior que rezumba hace horas: «identidad». Existen múltiples definiciones, elijo quedarme con la que dice la filosofía: « la identidad es la relación que toda entidad mantiene solo consigo misma».

Todo mi camino pasado me ha traído hasta este momento, confinada con un adolescente, un anciano octogenario, una madre que no he soportado nunca y un gato. Todo se desvanece, el mundo en el que vivía antes ya no existe y me esfuerzo por mantener mis objetivos, mis rutinas. Pero empiezo a olvidarme del por qué escribí esos objetivos, por qué tenía esas rutinas, creo que cuestiono mi propia identidad. Estamos en un momento crítico en este encierro, aquel en el que no se ve la luz al final del túnel, ni la del principio. Ahora solo hay oscuridad y yo. Un yo que cada nuevo día me resulta más extraño. ¿Cómo hemos desarrollado nuestra identidad con tanto ruido? No somos nadie sino nos compartimos, sino nos reconocen los otros.

Pero este viaje a una nueva era no solo nos afecta a nosotros, a nuestro yo individual. A la vez se desvanecen conceptos de identidad colectiva como patria,  nacionalidad, fronteras. No quedan lugares sin coronavirus, no existen razas privilegiadas ante la hegemonía del Covid-19. El lado oscuro gana fuerza  al mismo ritmo que crece el miedo, la arma de control más eficaz de todos los tiempos: « Por miedo te hago patriota, por  miedo te militarizo, por miedo te controlo a dónde vas, por miedo te silencio…» El miedo es la oscuridad, la nada, hay que alejarse de él para poder mantener nuestra identidad desnuda e ingenua como cuando nacimos, desnudos de todo y sin documento alguno de identidad. Nacemos sin nada, vacíos de todo lo malo y ávidos de llenarnos de un universo maravilloso sin miedo.

En estos días de conspiraciones y de razones sin causa poco importa dónde nació el bicho, un mal bicho que cuestiona quién vive y quien muere en función del poder que tienes: los monarcas y políticos no mueren, todos los demás sí. Se han roto las diferencias entre la identidad del rico y la del pobre, al virus no se le compra con dinero pero sí con recursos y poder. ¿Quién tiene poder para hacer test, para tener atención sanitaria correcta, y respiradores? Hombres y mujeres que ejercen sus puestos elegidos por nosotros, ahora ellos deciden quien entra en la muerte con silencio y sin etiquetas. Los más afortunados serán recordados por ser la víctima número x  de la pandemia pero y todos los otros que se asfixiaron hasta llegar a la muerte y se les niega la identidad de ser reconocidos como víctimas. Tal vez ahora más ciudadanos entiendan lo que significa ser víctima, que alguien decida agredirte y el sistema lo justifique y lo normalice. O tal vez no, esta sociedad llega adormecida a esta pandemia, (sedación moral de una colectividad sin identidad), porque hace ya tiempo que había normalizado a asesinos. Asesinos que ahora son parte de la oligarquía selectiva que ofrece a sus seres queridos el poder de respirar, mientras nosotros, las víctimas, no podemos ofrecer ni memoria a nuestros muertos.

En mi derrumbe imaginario no atisbo a recordar cómo era antes de este confinamiento, pero tengo una herramienta de construcción personal eficaz: tener muy claro lo que NO voy a ser después de este virus.