martes, 11 de febrero de 2020

50 razones más


Siempre había oído que cumplir 50 años marcaba un antes y un después en la vida de todas las personas. Por fin lo puedo comprobar. De hecho, desde que cumplí los 49 estoy emocionada por  sentir que he llegado a este momento.


La única certeza es que el pasado es muerte y no se puede cambiar

Cumplir cincuenta años es  como hacer puenting o escalar un árbol. En ambas situaciones la fuerza de la experiencia es  lo que dejas atrás con la certeza que  jamás volverá. Cuando llegas a la cima de un árbol buscas acomodarte y disfrutar el paisaje. Cuando haces puenting, te quedas balanceando y una vez superas el shock del salto inicial todo es paz y calma, a pesar del balanceo.  Así me siento ahora, a mis cincuenta años, disfrutando el paisaje en paz.

No quiero volverme la típica persona mayor que da consejos como si tuviera la llave secreta de la puerta a la felicidad. Ni me siento mayor, ni ejemplo de nada. Solo puedo compartir, desde la más absoluta gratitud y humildad el hecho de haberme sobrevivido.

Reconocer que te has sobrevivido es dar relevancia a tus propios errores y a las personas que me han ayudado a superarlos. Afortunadamente lo peor que me ha sucedido siempre ha sido lo mejor que podría haberme pasado. Tal vez hay que releerlo varias veces, pero ha sido así.
Sobrevivir necesita dos factores muy importantes: vivir primero y casi morir después. Tengo una teoría personal, nada científica, que dice que todas las personas morimos en vida tres veces. Añadiría un tercer factor que lo cambia todo: la consciencia. Ser consciente que has sobrevivido es un deber personal. Si no tomas consciencia a pesar de la dureza de hacerlo, puedes seguir sobreviviéndote una vida entera.

Vivir tu vida contigo, por y para ti. No es egoísmo. Es lo natural

Sobrevivir significa vivir una vida sin ti. Vives tu vida con arrogancia y falsa seguridad creyendo que todo lo que haces lo realizas porque quieres. Pero no es así. Actuamos como autómatas con instrucciones aprendidas y heredadas. La electricidad o corriente continua que nos alimenta es la culpa. Es muy poderosa porque anestesia al ego. La culpa consigue que no hagas lo que debes hacer porque crees que no es lo correcto para los demás: familia, amigos, país. La culpa consigue que te traiciones a ti mismo cada día. La actualidad es triste, los políticos solicitan «lealtad», me aterroriza eso, es como pedirme mi alma. ¿Qué tipo de monstruo se atreve a pedirme lealtad? La única lealtad posible es a uno mismo. Pero la culpa nos hace leales a lo ajeno. Y lo ajeno es todo: país, pareja, hijos, padres…Si un estado te exige lealtad, lo único que está ofreciendo a cambio es sobrevivir pero jamás vivir en plenitud.

Desaprender todo lo aprendido

A pesar de cumplir los cincuenta años realmente tengo solo cuatro. Cuatro años desde mi última y definitiva muerte. Las otras dos anteriores les faltó lo más importante, la consciencia.

En estos cuatro años de vida nueva he desaprendido todo lo adquirido por educación y genética social. ¡Es mucho! Quilos y quilos de información que revisar y quemar. Sí, la he quemado metafóricamente porque no hace falta guardarla, ni recordarla. Soy anti memoria histórica, y de eso sí que hay evidencias. Recordar la historia de la humanidad solo consigue perpetuar los odios. Hasta el día de hoy no he visto ninguna civilización que gracias a su memoria histórica superase odios pasados. ¡Ninguna! El  único ejemplo de civilización completamente pacífica, para mí, es la tibetana. El pueblo tibetano, después de ser  masacrado en su país, ha sido capaz de buscar la paz y mantener su estado solo a través de su cultura, sin pelear, sin tener un país físico, sin tener estado (al fin y al cabo qué es un estado, eso será otro post).  Me siento completamente identificada con la cultura tibetana porque yo he dejado de tener todo lo que tenía para disfrutarlo en lugar de poseerlo. Suena bien pero ha sido, y todavía es, terriblemente duro. Porque nos enseñan a tener y no a ser. Y yo he tenido y todavía tengo mucho. Nadie puede imaginar el precio que he pagado por conseguirlo. ¡Pagado está! Si alguien me pregunta, «¿Volverías a tenerlo?» La respuesta es sí, y tendría mucho más pero de diferente manera. Todo lo que tengo es porque lo quise tener. De hecho uno de mis planes presentes es triplicar mi patrimonio,« ¿Por necesidad? No, por diversión esta vez». Pero hoy no toca hablar de la abundancia.

Perdonarse  uno mismo

Sobrevivirse a los cincuenta años implica otra aceptación personal: Perdonarse  uno mismo. En mi caso lo he conseguido hace muy pocos días. Perdonarme por haber sido como fui en cada una de mis etapas anteriores. Perdonarse a uno mismo no implica perdonar a los otros, a esas personas que te han herido. Bien al contrario. No perdono todo lo sufrido (aunque he dejado de recordarlo, lo llaman sobrevivencia psicológica), hacerlo sería aceptar el maltrato ajeno y eso es crear un camino para volver a ser dañada. Lo importante es aceptar  que todo lo que  te ha pasado en tu vida ha sido por tu propio consentimiento, por tu propia aceptación y normalización de lo que te daña. ¡Parece fácil! No lo es, además puedo confirmar que resulta terriblemente doloroso saber que todo lo que has vivido es culpa de tus propios pasos. Nos han enseñado a perdonarlo todo, todo lo ajeno, pero jamás se educa para perdonarte a ti mismo.

Aceptarme, quererme, cuidarme y mejorarme. El orden de los factores sí altera el resultado final.

El perdonarte a ti mismo implica asumirte tal y  como eres, como eres ahora. Yo miro atrás y veo mi obsesiva fijación por la mejora y la superación constante. La obsesión por lo perfecto es una distorsión de lo bueno. Reconozco haberla sufrido y ahora también intento mejorarme constantemente pero sin obsesión. Disfruto de mis debilidades: «Soy así, y me parece genial» Lo aprendí gracias a mi cuerpo.
Mi cuerpo se rompió físicamente después de tomar consciencia y no he podido recuperarlo con rapidez. Mis músculos y tendones han requerido mucho tiempo, trabajo constante y diario para recuperar mi fuerza. Un día la volví a sentir. Tengo la misma fuerza que hace treinta años pero no el mismo cuerpo. Eso me hace seguir trabajándolo cada día. Aceptarme, quererme, cuidarme y mejorarme. Ese es el nuevo orden de prioridades en mí día a día, y no al revés.

Gestionar la ira

Conseguir sobrevivirme ha implicado reconocer la ira y aprender a gestionarla. Tengo que hacer público que no lo he conseguido todavía. Supongo que estoy en la fase inicial del proceso. Gracias a horas de terapia y a leer mucho sobre emociones, ahora entiendo que la ira es lo que se conoce como emoción básica, ayuda a la adaptación y a la supervivencia. No se puede anular. Solo entender y aprender a gestionarla. Lo curioso es que he sido capaz de ver la ira en mis hijos y solicitar que les ayuden pero no he podido detectar la ira en mí hasta hace muy poco. La ira me invadió y lo hizo para salvarme la vida, ahora lo he entendido, y gracias a entenderlo he podido perdonarme por haberla sentido. Sigue ahí, cada vez más controlada por la alegría de estar viva. Sí, la vida implica sentir emociones  y no siempre las que te apetecería. Pero la alegría es mi emoción predominante incluso cuando no soy feliz. He llegado a pensar que sufro un trastorno que podría llamarse optimismo desenchufable (optimismo auto recargable). Es decir soy optimista en todas las circunstancias, incluso ante la idea de la muerte. Siento una terrible pena por ella (la muerte)  pero jamás miedo.

Aceptar la muerte para entender la vida

Superar el miedo a la muerte es otra condición indispensable para sobrevivirse. En mi caso hace cuatro años entendí que iba a morir. Lo sentí una tarde cualquiera caminando por la orilla del mar. Pude ver mi vida sin mí, con frialdad, como si fuera una película. Hablé con una amiga, la hice tutora legal de mis hijos y preparé mi testamento patrimonial y médico. Hablé con mis hijos y les entregué todas las claves de mis bancos, mis seguros, mis cuentas,  mis redes sociales y les dije cómo controlar los ingresos que tengo sin mí. Me invadió un gran alivio al reconocer que ya estaba preparada para morir con 46 años. ¡Esto es absolutamente cierto! Nadie imagina lo que puede liberar el aceptar que vas a morir. No fue fácil, antes de sentir la vida sufrí mucha, mucha, mucha ira, porque no todo fue una revelación, había factores ajenos a mí que me provocaron toda esa necesidad de poner orden en mi vida. Fue como intentar nadar sin saber qué es lo que te está ahogando. Pero aceptar que voy a morir es la mayor dosis de vida que alguien  podía haberme regalado. Por eso empecé a vivir hasta el día de hoy con agradecimiento por todo lo que tengo y humildad para recibir todo lo bueno que llegará a mí.

Y aquí sigo con cincuenta años y más de cincuenta razones para seguir viviendo.

¡Gracias infinitas a aquellas personas que incluso cuando mostré ira me cuidaron y permitieron que mi alegría innata prevalezca en mi nueva vida! No quiero hacer fiesta sorpresa porque no ha sido por casualidad que he llegado a mis cincuenta años. No necesito nada material, lo único que pido es tiempo para disfrutar con las personas que han sido importantes en esta nueva vida y ya llevo tres semanas de celebración y me dedicaré el año entero a decir «gracias, gracias y gracias»… Y abrazaré muchas veces.