Gracias a un
comentario de un lector en
un artículo titulado, ¿Por
qué escribimos?, nace este post de hoy. El comentario fue una reflexión inspiradora que llega en un momento en el
que estoy de tránsito como editora literaria.
Creo que el
transitar, como sinónimo de cambio, refleja mi estado profesional, si bien
trabajo más y mejor que nunca en un ritmo frenético de edición de contenido en
formatos y en temas que me obligan a esforzarme exponencialmente, pero me aleja
de mis primeros deseos de buscar la edición literaria para evitar el mundo
ejecutivo y mercantil. En estos últimos cinco años mi vida ha cambiado mucho,
afortunadamente siempre para mejor, a pesar que el modo de cambio podría haber
sido más “aburrido”, lo dejaré en este adjetivo, de momento.
Si reflexiono
sobre el porqué decidí dedicarme a la edición de ficción literaria, aparece la siguiente respuesta: por mi incapacidad para
escribir. Y en segundo lugar, por mi fascinación hacia la mente de un escritor. Quería
llegar más lejos, reconocer entre un alma de alguien que capta e inventa
historias y la de otra persona que no puede hacerlo. Existe una diferencia intangible
pero real.
“Un escritor es
un lector nato” así lo argumenta este lector en su comentario. Estoy completamente de acuerdo pero se ha dado el caso que gente que no ha tenido acceso a la
lectura, también, ha llegado a ser inventores de historias y
sintetizadores de emociones sobre papel. Creo que es un don, y después de estos años he conocido
escritores que han luchado por bloquearlo.
Ser escritor y no querer serlo es un gran
castigo, casi un tormento para la persona que lo sufre. Esa lucha interna
destruye al individuo y esconde el don pero no puede adormecer la necesidad y aparece
en otras formas creativas silenciadas que le queman por dentro.
Ser escritor
implica el convivir con ese don, de forma consentida o sin sentido, implica
dominar esa capacidad de escuchar frases que se escriben en un espacio –tiempo solo
descifrable para él. El entender situaciones que para otras personas pasan desapercibidas.
El escritor siente mucho más de lo que
escucha o de lo que las palabras significan. Puede ver luz en una noche cerrada
o verdad en una farsa.
Pensándolo mejor
tal vez es un don doloroso, solo se calma cuando se lee a sí mismo y vuelve
a la luz del mundo real cuando es leído por otras personas. Ahí acaba su ciclo, pero no su castigo porque puede volver a sentir la necesidad de escribir en cualquier momento.
Ser escritor es una fórmula cósmica variable: un porcentaje de dios, un porcentaje de demonio, una parte de imaginación, dos de creatividad, y tres de ingenio aprendido...Como toda fórmula magistral hay algo de mágico y secreto en esa personalidad.
Ser escritor
implica condena y don por igual, si miro hacia atrás creo que aquellos
escritores con más ego y sentido de la corrección son los que menos don tienen
aunque suelen aparentarlo con formas literarias que confunden. Ahora que ya no
busco escritores de forma sistemática como antes, me encuentran ellos a mí. ¡Bendito
futuro, qué nos deparará!