Los demonios son como las brujas, “haberlos
haylos”, y cada uno lleva los suyos como puede. Hay muchos tipos de
diablos que atormentan al escritor evitando que éste desarrolle una vida
independiente a sus obras.
Existe el diablo de la
página en blanco y cómo
empezar o seguir con una idea. El diablo
del estilo que nos bloquea intentando buscar las palabras perfectas en el
tono más adecuado, consiguiendo, en ocasiones, que perdamos el sentido de
aquello por lo que escribimos.
Pero el diablo más tirano y torturador
es el del personaje dominante, cuando un personaje vive en nosotros. Os
imagináis cómo debía ser el día a día de J.K. Rowling mientras vivía como Harry
Potter, cómo iría en el metro de Londres mientras imaginaba que le perseguían
unos seres llamados mortífagos o dementores. Cómo se puede sobrevivir
llevando un asesino frío y calculador en nuestras entrañas creativas o bien
actuar como una madre amorosa mientras imaginamos noches de pasión con amantes
legendarios e insaciables.
¡Cómo deshacerse de esos diablos!, ¿cómo se acaba con un personaje?, tal
vez escribiendo una novela, pero ¿y si nos pide una segunda parte? ¿O una
tercera? Solo hay una solución: matar al demonio. Se puede hacer de forma sutil
dándole una vida feliz para siempre o bien enviarlo a su propio infierno con
una muerte literal del personaje.
¿Cómo acaba realmente un
escritor con ese tipo de creación torturadora? Cómo poder evitar mirar la vida con los ojos de
ese protagonista que tanta satisfacción nos ha dado. Tal vez deberían existir
cementerios para personajes literarios. Donde el escritor pueda enterrar a su
creación y dedicarle unas palabras, poner una foto e ir a visitarlo, para no
olvidar nunca qué y cómo sintió mientras
lo creaba.
Cada escritor debe enfrentarse a sus demonios
y aprender a dominarlos.
Si no te liberas de ellos quedarás condenado a servirles y a continuar
alimentando su mundo, un mundo, por cierto, que solo es posible entre letras,
líneas y lectores.