jueves, 7 de diciembre de 2023

La muerte, el chute de vida más poderoso

Parece un título de una película de domingo por la tarde, pero es el resumen perfecto de mis últimas dos semanas. A penas recuerdo que era martes, no me encontraba muy bien y decidí salir a correr para estimular mi organismo. Después de la carrera mi malestar empeoró. A las pocas horas estaba en una consulta médica diagnosticada de posible gripe A con bronquitis, y se cruzó un informe médico que yo no había prestado atención: Recomendaba hacerme una prueba médica urgente con sedación para hacer unas biopsias. La sombra genética del cáncer volvía alcanzarme y una carrera médica por haber quién hacía una prueba antes que otra consiguió romper mis rutinas de vida. “Hay muchos indicios” decían los médicos, y yo estoy harta de esos indicios que nunca se cumplen. Pero esta vez, no había sonrisa, ni duda detrás de los médicos, mi mundo se detuvo no tanto por la presencia inmovilizante de la idea de una posible enfermedad grave y terminal, sino porque toda mi familia se fue contagiando, todo mi equipo de trabajo y mi mundo entero tuvo que detenerse. 

Imagen creada por realidad vitual, Dall.e

Ha sido como un simulacro de pandemia global, pero a escala personal. Todo dejó de tener sentido. Mis excursiones, mis carreras, cancelé toda mi agenda, no respondí mensajes y mi cabeza solo tenía ruido. Invitaciones a salir, a cenar, a celebrar año nuevo, todo silenciado…Ruido de la tos incesante, de la fiebre exagerada, ruido de la idea de que esta vez la parca me había alcanzado. Desde hace años se que llevo la estirpe del cáncer en mi ADN y que tarde o temprano se hará presente. Yo inicié el estudio familiar y sigo siendo cobaya de pruebas en varios campos en los que solo se me pide una analítica y mucho de mis hábitos diarios de alimentación, deporte y demás. Firmé un testamento vital para que nadie me medique cuando llegue el caso, y esta vez ha sido la primera ocasión en la que recordé mis propias palabras escritas ante notario y que debería de cumplir, por coherencia ideológica hacia mí misma, aunque la muerte fuera el resultado. Y creí estar segura, ahora ya no lo sé. Todo se ha borrado. La presión encerrada en mi cabeza se ha liberado ante unos resultados positivos, y según me han contado lo primero que hice al despertar de la anestesia, ante el asombro de los doctores y el ridículo de mis hijos, fue ponerme de pie y hacer estiramientos, es que es mi rutina diaria. Lo que sí recuerdo fue lo último que pensé mientras me administraban la anestesia: “Con esto asesinaron a Micheal Jackson”.  Y me dormí.

Y como una película de domingo, mi vida de los últimos meses pasó con detalle por mi cabeza: todas las personas que había dejado y todas las que han llegado a mi vida, como un huracán de eso, precisamente, de vida. Han roto todas mis defensas de chica dura e independiente y me han vuelto a dar el valor auténtico de un abrazo. El abrazo más bonito que hay el que dice “gracias por estar aquí, ahora”. Abrazos gratuitos de niños y niñas capaces de romper sus rutinas para saludarme. Un pequeño ejército en el que nadie confía, en el que no se les concede ni el derecho a suspender. Somos iguales, marginados de un sistema: yo no venceré a la muerte, y ellos, tal vez, consigan vencer al sistema a pesar de su diagnóstico.

Y aquí estoy superdopada de vida, parece un cuento de navidad, pero es totalmente cierto, no hay nada tan estimulante como sentir que te vas a morir para apreciar lo que nos rodea. He vuelto a creer en las palabras, porque una sola palabra me ha rescatado de las tinieblas del averno, “Angie”, mi palabra prohibida desde hace más de 35 años. Murió en un accidente de coche en silencio. Quedó encima de una calle que ni conozco. Angie ha vuelto, he dejado que me llamen así, aunque solo a una persona. El poder de una invocación en apenas cinco fonemas. Una llave a mi mundo silenciado por tanto tiempo, un hechizo que tal vez se acabe con las campanadas del nuevo año. Pero eso será otra historia. Lo importante no es cómo acabará mi historia, es algo obvio, sino como escribiré cada palabra que viva en los días que me quedan.

 Porque escribir ha sido, como siempre, mi refugio en estos días. Cuando enfermé elegí el libro que me acompañaría justo después de sacar a la luz mi diario, mi espejo vital de verdades y mentiras. Porque también nos mentimos a nosotros mismos. Nos mentimos cuando pensamos que todo irá bien, pero los finales no son ni buenos ni malos, solo son finales. Y lo verdaderamente importante es todo lo que hemos respirado en esos instantes de vida que nos ha tocado. Y depende de nosotros darle sentido o esperar que se lo den otros. Yo no pretendo que nadie me recuerde, solo que se queden con lo que han sentido cuando han estado conmigo. Lo considero ser de utilidad para otros, si las personas a las que tocamos las transformamos conseguimos una inmortalidad involuntaria y terrenal, poco divina, pero muy pragmática. Ese es mi ikigai (propósito de vida).  Ahora mismo siento mi vida como un aliento de un caramelo Halls de sabor suave y fresco, un aliento que reconforta y evita la tos. Hoy he vuelto a responder a mis WhatsApp, editar, corregir, entregar guiones, estudiar y avanzar en mi tesis, achuchar a los míos, ir a comprar y hablar con mi persona favorita, olvidando por completo que la gente normal tiene fiesta. Hoy, ha sido un día de mi vida. Uno más que suma y negocia entre Chronos y la espada de Damocles, por eso nunca llevo reloj.  Porque mi tiempo suma y ya restaremos en otro momento.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario