Horas de espera,
butacas vacías, zapatillas de plástico, crujir de camillas, susurros de aire
acondicionado, timbres disonantes, goteo de café hirviendo, vasos desechables,
y yo silencio.
Fricción de sábanas
frías, tintineo de mandos, gritos del aire en la ventana, dolor, quejidos,
miedos, gracias, sustos, encuentros y yo silencio.
Mi cuerpo, duro y
fuerte, ha decidido volverse gel así resistirá mejor los empujes de la vida. Sangra y se desgarra pero nadie encuentra la herida. Yo sé dónde está: Detrás
del silencio y un poquito más allá…existe un lugar que nadie conoce, al que no
se puede llegar con biopsias ni con resonancias. No tiene nombre ni espacio
definido pero es frágil y se puede
romper.
Cuando se
fragmenta se hacen heridas que no vemos, que no sentimos porque solo las
notamos cuando dormimos. Es entonces cuando esas heridas se abren, duelen y al
despertar ya no sabemos por qué nos dolía y olvidamos que siguen ahí. Producen
una hemorragia invisible que a un ritmo lento pero constante encontrará la
manera de salir y hacerse visible.
Cómo podemos
curar lo que no tiene nombre, aquello que solo es ecos de palabras o memorias que se diluyen en sueños. No hay médicos que
curen heridas que no se ven, ríos de cristales que corren por un espacio
desconocido sin dar una clínica conocida, solo silencio.
Silencio
sonriente que parece iluminar la vida de otras personas mientras las carcajadas no dejan oír el crepitar del
silencio que habita dentro. Días de hospital, pruebas, y reflexión, especialistas
frustrados al no dar con la causa ni la cura, y de pronto a punto de cruzar la
puerta de la salida al día siguiente me llegó por WhatsApp el único remedio
posible:
“Suelta, perdona, el más beneficiado del
perdón es uno mismo”
Gracias, amigo.
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